En los últimos veinticinco o treinta años han sido frecuentes las actividades de animación a la lectura, sobre todo en los ámbitos escolar y bibliotecario. Ha sido, en general, una animación entendida más como un mero juego/estrategia/técnica para leer un libro concreto que una actividad organizada para el fomento general de la lectura. La animación a la lectura necesita, cada día con más firmeza, una reflexión profunda sobre la Lectura, sobre sus qué, sus porqué, sus cómo, sus dónde, sus cuándo, sus para qué y, por supuesto, sus «por medio de quiénes», en los momentos en que los mediadores entre libros y lectores fueran necesarios. Pero también necesita un buen empuje la Promoción, ya que, hasta ahora, aun habiéndose mejorado los índices lectores, no han existido «políticas de promoción lectora» debidamente institucionalizadas, sino, más bien, empeños y proyectos aislados, algo que parece que está empezando a cambiar, afortunadamente.
Los ámbitos de la animación son de dos tipos: formales (la escuela y la biblioteca) y no formales (la familia, los medios de comunicación, los clubes de lectura, las tertulias literarias o las librerías, entre otros posibles). El ámbito de la animación suele ser motivo de conflicto en más casos de los deseados, ya que la lectura como placer es difícil de evaluar con criterios escolares, por lo que la barrera entre lectura instrumental y lectura voluntaria no siempre aparece lo suficientemente precisada para evitar que se confundan. No olvidemos que la lectura no es sólo el reconocimiento de unos sonidos, unas sílabas o unas palabras en el conjunto de un texto; leer es, además, comprender e interpretar, es decir, como dice Mendoza (1998, 10) participar en un proceso activo de recepción.
Objetivos y ámbitos de la animación a la lectura
El objetivo único de la animación a la lectura debiera ser la mejora de los hábitos lectores de los individuos a quienes se dirige la animación, hasta lograr crear en ellos hábitos lectores estables. Lo que sucede es que a lo largo de ese camino, largo camino probablemente, llevamos a cabo prácticas con técnicas y estrategias mucho más concretas. El logro de ese hábito tendría que producirse al margen de la práctica lectora como actividad escolar obligatoria, desarrollando -en cambio- la lectura libre, activa, crítica, voluntaria y sin otra utilidad inmediata; la llegada a esa meta es proceso lento y, en algunos momentos, esforzado, por lo que la lectura tiene de abstracción, reflexión, voluntad, soledad, disciplina, constancia o imaginación.
Los ámbitos de la animación son de dos tipos: formales (la escuela y la biblioteca) y no formales (la familia, los medios de comunicación, los clubes de lectura, las tertulias literarias o las librerías, entre otros posibles). El ámbito de la animación suele ser motivo de conflicto en más casos de los deseados, ya que la lectura como placer es difícil de evaluar con criterios escolares, por lo que la barrera entre lectura instrumental y lectura voluntaria no siempre aparece lo suficientemente precisada para evitar que se confundan. No olvidemos que la lectura no es sólo el reconocimiento de unos sonidos, unas sílabas o unas palabras en el conjunto de un texto; leer es, además, comprender e interpretar, es decir, como dice Mendoza (1998, 10) participar en un proceso activo de recepción.
Elementos negativos en una animación
En ciertas animaciones, sobre todo en el ámbito escolar, aparecen condicionantes y elementos que entorpecen el desarrollo de esas animaciones y, lo que es peor, impiden el logro de los objetivos que se proponen. Los más peligrosos son la obligatoriedad de la animación y que esta se identifica con un trabajo de clase más. Del mismo modo, son elementos negativos en una animación: que el libro elegido ya se haya usado con otro fin, que la animación conlleve premios o castigos, que el libro no conecte con los destinatarios, que la animación obligue a un trabajo ulterior fuera de la propia animación o que cuando el texto elegido sea fragmentado, tenga insuficiente vida propia.
La sociedad del conocimiento, tan demandada en la actualidad como un objetivo a conseguir, debiera exigir la competencia lectora de todos sus ciudadanos; por eso, iniciado el siglo XXI, es más necesario que nunca un ciudadano lector, lector competente y crítico, capaz de leer diferentes tipos de textos y de discriminar la abundante información que se le ofrece a diario en distintos soportes. Si la lectura fue, en otro tiempo, una actividad minoritaria, que discriminaba a las personas, hoy debiera considerarse un bien al que debieran tener acceso todos los individuos. Ser alfabetizado es un derecho universal de todas las sociedades, porque el valor instrumental de la lectura permitirá a los ciudadanos participar autónoma y libremente en la sociedad del conocimiento.
La mejora de los hábitos lectores de una población empieza con la formación de sus ciudadanos como lectores literarios ya en las primeras edades, en las que los mediadores seleccionarán las lecturas sin caer en la fácil tentación de elegirlas por sus valores externos, sin considerar la historia que contienen o la manera en que está contada esa historia: para que el camino recién iniciado en los nuevos lectores no se vea interrumpido es imprescindible que no les contemos historias aburridas, que no les impongamos las lecturas, que no frenemos sus motivaciones lectoras y que no les coartemos su capacidad para creer en cosas increíbles, para imaginar mundos maravillosos o para sentirse muy cerca de los más fantásticos personajes. Pero en ese camino es necesaria la buena convivencia de las lecturas escolares y de las lecturas voluntarias. La suma de las experiencias que se derivan de ambas lecturas ayudará a la formación del espíritu crítico del nuevo lector, que será capaz de entender y explicar lo que es y lo que siente, lo que sucedió en otro tiempo y lo que le hubiera gustado que nunca sucediera. Se sentirá, de algún modo, con capacidad para ejercer el juicio crítico con libertad.